Mientras me visto, calmadamente, en la cálida habitación, repaso mentalmente todo lo que tengo que llevarme; debo hacerlo varias veces, mi legendario despiste me obliga a ello. Preparo la muda, cinturón, botellines, toalla, frontal, … Bueno, creo que ya está todo. Un último vistazo y cierro la puerta silenciosamente para no perturbar el sueño de los que se quedan.
El termómetro del coche señala tres grados, afortunadamente llevo los guantes y el gorro. Llego y busco un lugar adecuado para dejar el coche; soy algo maniático al respecto, así que intento dejarlo siempre en el mismo sitio. Me enfundo el cortavientos, los guantes y el gorro y me encamino trotando hacia la primera subida, coincidiendo con las primeras luces del alba asomando por levante.
Los ladridos y aullidos de los perros de la urbanización hacen trizas el silencio, pero se van apagando conforme enfilo la pedregosa senda y, así, cuando llevo unos minutos de ascensión, son solo lejanos ecos fantasmales que me despiden del asfalto.
El ritmo es suave pero constante, para que las piernas vayan haciéndose a la idea de lo que les espera. Esta primera ascensión me lleva al depósito de agua, donde tengo que buscar una senda a mi izquierda que sube y baja caprichosa hacia la fea y desaliñada cantera, cáncer incurable en las entrañas de
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